Herederos de Poder

Herederos de Poder
Portada del relato

domingo, 24 de febrero de 2008

Capítulo 3

Todo el mundo decía que la pequeña Sara era algo... peculiar. Tenía veintisiete años, era retraída, no hablaba con nadie y siempre iba con esas pintas. Su forma de vestir, de estilo gótico, siempre vestida de negro, con abrigos largos y con capucha, junto a lo blanquecino de su piel, sus ojos y pelo negro y toda la ornamenta de collares con pinchos, medias rotas, uñas pintadas de negro... hacía que más de una persona dejara caer que era una adoradora del diablo más cuando siempre que se le recordaba la seguía un gato negro o como aquella otra vez, que unos chicos le azuzaron tres gigantescos perros y ella, con toda la naturalidad del mundo, se acercó y los acarició.
No tenía amigos conocidos y nadie sabía que tuviera ningún familiar, pero eso no era lo más extraño de ella, sino lo que callaba. Desde pequeña podía intuir lo bueno y lo malo de la gente con tan solo mirarla, también notaba, algunas veces que la persona a la que estaba observando no era humana pero eso siempre lo achacaba a su inmensa imaginación.

Ahora estaba en un edificio medio en ruinas. Llevaba un mes viviendo allí en uno de los apartamentos abandonados. Le encantaba salir donde estaba la ventana y sentarse, con las piernas colgando hacia el exterior. Estaba pensativa, recordando a ese chico que había conocido en la tienda de antigüedades. Había entrado allí por un impulso y se había descubierto mirando ese extraño cetro que le infundaba temor. Nunca había sentido miedo pero ese objeto sí hacía que algo dentro de ella se tambaleara y fue cuando llegó él. No sabe por qué le preguntó el nombre, ella nunca habla con desconocidos... la verdad es que nunca habla con nadie pero antes de darse cuenta las palabras salieron de su boca... Uriel, sí era raro que tuviera nombre de arcángel, se lo dijo, pero no podía decir que lo que realmente era raro es que veía la luz de su aura rodeada de tanta oscuridad.

Cerró los ojos y volvió a escuchar esas voces. Llevaba semanas escuchándolas, la llamaban... no, era otra mala jugada de su imaginación, como lo de esa espada. Miró a la pared que tenía al lado. La noche anterior se había despertado allí, de pie. No sabía cómo había llegado hasta allí, aunque lo más raro es que tampoco recordaba haber dibujado esa espada pero allí estaba y lo había hecho ella. Aunque no lo recordaba sabía que ella había sido la que lo había dibujado, además de que cuando se despertó estaba completamente llena de pintura por todos lados.
El corazón empezó a latirle con violencia, la respiración empezó a agitarse. No sabía lo que le estaba pasando pero ahí estaba otra vez esa sensación de miedo. Se agarró la cabeza con toda la fuerza que pudo, las voces ahora eran ensordecedoras y vio la espada, estaba centelleando, girando sobre su eje. Alguien intentó cogerla pero no pudo.

-No... no... ¡no!

Se levantó totalmente confundida, mareada y miró hacia el cielo, buscando el sol. Hacía días que la ciudad se levantaba gris y lo estaba sintiendo dentro. Sentía la oscuridad cerniéndose, acercándose por todos lados y eso era algo que la asfixiaba. Se adentró en el cochambroso apartamento y se acurrucó en una esquina. ¿Por qué le afectaba tanto aquello? ¿Por qué era la única persona capaz de darse cuenta?

El gato negro que siempre la acompañaba se acurrucó en su regazo, ronroneando, dándole calor y sobre todo paz y sosiego.

-Tú eres el único que me entiendes ¿verdad?

Se puso a acariciar al felino. Desde que tenía memoria había estado con ella. No recordaba a sus padres, ni siquiera a algún familiar, solo a ese gato. Algunas veces desaparecía pero al final del día siempre estaba allí, ronroneando entre sus piernas. De pronto cayó en algo... ese gato siempre había estado con ella, no sabía cuantos años podía vivir un gato, pero estaba claro que no tanto como ese. Lo cogió en brazos y lo miró.

-Eres un minino afortunado, los años pasan por ti y no se te nota nada

Tiene ocho años y está sentada en uno de los rincones más apartados del patio. Va vestida de negro, le gusta ese color y lleva dos largas trenzas. Observa cómo los niños juegan. Ninguno se acerca a ella, le tienen miedo y los pocos que lo hacen es para intentar intimidarla. Escucha a unos niños en un patio trasero reír y le llama la atención. Tienen a una paloma acorralada, al parecer uno de ellos la ha herido con un tirachinas.

-Cógela, vamos a arrancarle las plumas a ver si puede volar

-Mira, ahí está la rara –dijo uno mirándola.

-¿Por qué lo vais a hacer? ¿Qué os ha hecho esa paloma? –dijo ella acercándose más.

-Porque nos da la gana –le escupe otro de ellos.

-Esa no es una buena respuesta, dejadla.

-¿Por qué? ¿Por qué tú lo digas?

Nota un dolor agudo, uno de los niños le ha tirado una piedra y le ha dado abriéndole una pequeña brecha. Mira la sangre en su mano y ve a su gatito, el que siempre va con ella, inerte en el suelo. De pronto escucha un fuerte jaleo de pájaros, perros y una fuerte luz y después la nada.

Se despertó en la enfermería del orfanato. No recordaba nada de lo que había pasado y nadie le dijo nada pero desde ese día esos tres niños no hablaban y cuando la veían llegar palidecían y salían corriendo, temblando de miedo.

No sabía por qué razón se había acordado de todo eso pero lo que sí sabía era que ese preciso día prometió que nunca se volvería a repetir aquello. Desde entonces se había apartado de todos y de todo. Siempre había sido la niña problemática que no quería sociabilizar con nadie pero la realidad es que tenía miedo de ella misma.

1 comentario:

Laura dijo...

Pos creo que me equivoqué. La niña retraída, tímida y que sabe reconocer lo bueno y lo malo de las personas con sólo mirarla... Pues esta tiene todas las papeletas.
Sigo...

Lauri